miércoles, 5 de octubre de 2011

Adiós

Siempre he sido mala para las despedidas. Decir adiós es la cosa más difícil ¿no creen? En especial si es de esos adioses absolutos.
Esta semana ha sido un adiós prolongado. Un largo, largo adiós. También es la crónica de un adiós. Me estoy despidiendo de mi abuelita, la madre de mi madre. Es verdad que su partida de este mundo es algo que tarde o temprano sucedería y que debo estar agradecida que sea menos larga y dolorosa de lo que podría haber sido. También es cierto que después de años de que mi mamá la cuidara como a la niña de sus ojos su vida se terminó en un par de meses.
¿Qué recuerdo de ella?
Sus manos. Sus manos eran impresionantes: grandes y siempre calientitas como un par de planchas. Aún en invierno, y ella vivió en Toluca durante casi toda mi vida y ahí es invierno todo el año. Cuando yo nací era pequeña, muy pequeña, y muy prematura. Los doctores me pusieron agujas y cosas y estaba tan enojada, según mi mamá, que no aceptaba que nadie me tocara, excepto mi abuelita, quien metía sus bonitas manos calientitas y arropaba mis pequeños pies para que entrara en calor. Obvio yo no lo recuerdo, pero sus manos siempre fueron sinónimo de afecto y de cuidados, cuando era niña y tenía frío o ya de adulta cuando me daba su bendición.
Es la única persona que ha logrado que yo vaya a misa. Odio ir a misa. Y entre más pasa el tiempo más se convierte en una actividad forzada que no me agrada. Me aburre y me da risa. Pero ella me llevaba todos los domingos de vacaciones que estaba con ella y me hacía confesarme y tomar la comunión. Es la única persona que lo ha logrado y probablemente su misa sea una de las últimas a las que vaya en mi vida.
Recuerdo mis vacaciones de verano con ella, cuidando la tienda de pasteles o la tienda naturista de su sobrina o de su prima. En la tienda naturista le tome el gusto al refreso de vainilla y en la de pasteles me enamoré de la idea de hacer pasteles, más que de comerlos. Ir con ella podía ser aburrido (¡era mi abuelita!) pero terminaba siendo una aventura: ibamos a comer a las tortas de guisado que estaban en Independencia, me dejaba atender clientes, nos tomábamos los refrescos que estaban en el refrigerador o íbamos, a veces de escursión. La acompañé a los desayunos con mis tías hasta que sólo quedaban ella y mi tía Tere y una vez fuimos las dos con mi tía Reyna a la basílica de Guadalupe. Incluso me compró un cartel de la Virgen, con la esperanza de que me volviera guadalupana. Para su desgracia me hice historiadora.
Mi abuelita no reía facilmente y casi nunca lloró. La primera vez que la vi llorar fue por su hermana, mi tía Reyna. La segunda fue por sus hijos, mi mamá y mis tíos. Creo que una vez lloró por mi, pero yo no fui testigo. Fue una mujer dura, fuerte y triste. Muchas veces me he preguntado si le habría gustado vivir otra vida, una más libre. Si, de haber nacido en estos tiempos, se habría casado y habría tenido hijos. Pero lo hizo y lo hizo lo mejor que pudo. No era cariñosa, ni daba besitos. Pero un día me abrazo con todas sus fuerzas y ese día me dí cuenta de que era tan cálida en el corazón como en sus manos. Todo lo demás era su escudo y a veces lo dejó en el suelo para querernos.

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